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noviembre 30, 2010

Diplomacia de WikiLeaks


La base del buen periodismo es una información veraz y contrastada. Para conseguirla, solemos fiarnos de nuestro criterio, de lo que ven nuestros ojos. Pero también de filtraciones aportadas por “gargantas profundas” que igualmente debemos contrastar para asegurar su veracidad. Esa es la esencia de WikiLeaks, la web que ha dado la vuelta al mundo gracias a la difusión de los papeles secretos de Afganistán.


Buena parte de las historias periodísticas más truculentas –y más espectaculares- tienen un comportamiento detectivesco que supera, en mucho, a la mismísima ficción. Que se lo pregunten, si no, a Daniel Ellsberg, el analista norteamericano que en 1971 filtró a la prensa documentos comprometedores acerca de la Guerra de Vietnam. O a Carl Bernstein y Bob Woodward, los dos reporteros del Washington Post a quienes Mark Felt, la “garganta profunda” más famosa de la historia, reveló en los años 70 los entresijos del Watergate, el complot urdido por colaboradores del entonces presidente  Richard Nixon. Felt dejó de ser “garganta profunda” tras revelar su identidad a Vanity Fair en 2005.
No han sido estos, ni mucho menos, los únicos casos de escándalos destapados gracias al poder de la prensa, pero sí son sumamente ilustrativos de cómo el llamado cuarto poder puede cambiar el curso de la historia gracias a dos fenómenos paralelos: la filtración de información secreta y un trabajo periodístico extraordinariamente escrupuloso no exento de riesgos.
La historia parece repetirse ahora con WikiLeaks, un sitio web fundado por el periodista y activista de la red australiano Julian Assange, consagrado desde su fundación en 2006 a albergar y difundir información clasificada, y por consiguiente en su mayor parte secreta, para ser escrutada por la opinión pública.
El portal, construido según las pautas de las Wiki, y con una semejanza en estilo a la popular Wikipedia, ha cosechado una enorme popularidad tras difundir unos nuevos “papeles del Pentágono”. En este caso, los que dan cuenta de actuaciones mantenidas bajo secreto por el gobierno de Estados Unidos en la guerra de Afganistán. A través de miles de documentos fechados entre 2004 y 2009, en su mayor parte correspondientes al periodo presidido por George Bush, es posible entender el por qué de las dificultades del ejército norteamericano, así como seguir el relato de la muerte de civiles. Obviamente, el gobierno de Obama ha protestado enérgicamente por la difusión de documentos clasificados, pero Assange se ha mantenido fiel a unos principios que se resumen de forma magnífica en un perfil publicado recientemente por The New Yorker: transparencia total.
En esta ocasión, sin embargo, Assange ha ido más lejos. Tras recibir la documentación y verificar su contenido, pactó con tres periódicos de difusión planetaria la publicación de sus respectivos análisis. Se convertía, de esta forma, en difusor y en noticia por el hecho de difundir la documentación. Y dejaba para su interpretación a los editores del The New York TimesThe Guardian y Der Spiegel. El escándalo, que probablemente no cesará, puesto que Assange parece haberse reservado parte del botín, está siendo mayúsculo, como no podía ser menos.
Pero hay elementos que merecen ser considerados más allá de la historia en sí. El primero, es que en el fondo se repite la historia de siempre en términos periodísticos: nada hay tan transparente ni tan poco sospechoso de interpretaciones interesadas como información desclasificada, bien sea oficialmente por levantamiento de secreto, bien sea por filtración. Ésta puede ser interesada o no, pero es la documentación la que informa.
El segundo de los elementos tiene que ver con el poder de Internet y los usos de la red. WikiLeaks presume de ser una página independiente que recoge documentación incómoda para gobiernos, instituciones o personas. Darlos a conocer, mediante donaciones a las que se asegura el anonimato, es lo que provoca la incomodidad. Es un uso hasta ahora poco frecuente y del que se desconoce si existe o no “modelo de negocio”, que dirían economistas y especialistas en marketing. En todo caso, revela que, como siempre, el problema no es la tecnología, sino su uso. Y lo que también queda claro es que lo que para unos pocos puede ser un problemón, para otros muchos puede suponer un beneficio que, a la postre, ilustra nuevos mecanismos de difusión periodística. Los llamados medios de referencia, que cada vez lo son menos, deberían aplicarse a ello en lugar de actuar como loros de repetición.

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